Siendo las 8:13 de la noche, sentada sobre mi cama, me pregunto por qué me
siento así. Ya son varios meses que no tengo ganas de algo: todo “me llega”. Casi
todo el tiempo estoy triste, las lágrimas me siguen a todos lados, ¡lloro hasta
cuando camino!
No puedo pensar en algo: mi mente vuela. Cuando trato de hacer las
tareas del colegio se me vienen ideas dispersas, ¡no puedo ordenarlas! El
cansancio me sigue casi todo el tiempo.
Escuchaba una y otra vez de mis amigos:
“Vamos a la playa”, “¡Vamos al cine!”,
“Hay una reu buenísima, ¡vamos!”. Hasta que un día se empezaron a alejar. Creo
que mi poca cordialidad e interés en sus actividades hizo que pensaran que no quería
estar con ellos. Pero no me importaba. Iba al colegio y todo me parecía
aburrido. No sabía qué me pasaba.
No tenía con quién hablar: en casa no tenía mucha confianza con mi hermano, casi siempre estaba en la universidad, mi mamá paraba en la calle, con mi papá casi ni me veía, una vez al mes a lo máximo ya que paraba viajando, él es antropólogo.
No tenía con quién hablar: en casa no tenía mucha confianza con mi hermano, casi siempre estaba en la universidad, mi mamá paraba en la calle, con mi papá casi ni me veía, una vez al mes a lo máximo ya que paraba viajando, él es antropólogo.
Antes comía muchos postres, los amaba. Pero desde que me siento así,
“mal”, como porque tengo que comer, no disfruto nada. He bajado muchos kilos:
prácticamente estoy pesando la mitad de lo que antes pesaba. Me preocupa pero
no lo suficiente como para alimentarme mejor. Es como si el mundo pesara.
En mis clases de ballet ya no podía dar todo de mí, me odiaba en secreto
ya que sentía que no podía llegar al nivel que quería. Sentía que la profesora
era muy exigente o no sé, tal vez yo era demasiado ociosa, poco responsable,
estúpida, como para poder hacer lo que era necesario para mejorar. Miss Nina había
tenido toda mi admiración pero últimamente ya no quería ni verla. Desde que me
inscribieron en la competencia nacional de ballet ella se focalizó en buscar mi
victoria. Al comienzo me hacía feliz tener su atención por sobre las otras
chicas de la clase, pero con los días estaba odiando todo, prácticamente no
quería ir más pero no podía dejarlo porque mamá se pondría triste. No podía
decirle que no quería competir, aparte que no sabía cómo hacerlo. Ella se había
encargado de decirles a todas mis tías que “su Erika querida” competiría y
estaban a la expectativa. No podía defraudarla.
Fue el lunes el día en que todo paso. Llegué a las 5 a clases de ballet.
Saludé a Miss Nina quien respondió rápidamente a mi saludo y me mandó a los
vestidores, no sin antes hacerme la
aclaración de que debía salir rápido. No me agradó la forma en que me habló: fue
“mala”, me hizo sentir triste. La levantada de voz de alguien siempre ha sido
difícil de controlar para mí, no tenía la más mínima idea de cómo manejar ello.
Tal como pidió Miss Nina fui rápido a cambiarme la muda de ropa, pero me sentía
particularmente cansada. Creo que estaban pasando factura los días que sólo
tomaba un vaso de leche y uno que otro pan.
Regresé a la pista de baile. Ella gritaba nuevamente sobre qué paso debería
empezar a practicar y cuál no. Le hacía caso en todo pero por dentro sentía que
moría, me sentía sin fuerzas realmente. Aparecieron unos fuertes mareos
mientras comenzaba a practicar y cada vez eran más intensos. Me dispuse a
decirle a Miss Nina que saldría, pero comenzó
nuevamente a gritar y pedir que haga uno y otro paso. Me empecé a sentir peor,
ya con cólera, cuando de pronto comencé a correr al baño, frente a la sorprendida
mirada de mis compañeras quienes no entendían lo que me estaba pasando.
Llegué al baño y no aguanté más. Me puse a llorar. Me jalé el tutú rosa
que llevaba puesto, me quité el moño que llevaba sobre el cabeza, ese que alguna
vez amé, golpee la puerta una y otra vez, lancé un grito y finalmente me puse a
llorar desconsoladamente. Ya no me importaba nada, no quería nada,
absolutamente nada. Minutos después escuché por detrás de la puerta a gente
murmurando, gritando, preguntándose qué me pasaba, ordenándome que abriera la
puerta, pero no me daba la gana, no me importaba nada: solo quería llorar, solo
quería estar más tranquila. Caí dormida del cansancio. Rato después me pareció
escuchar la voz de mamá suplicando que abra la puerta. Eso me partió el alma, no
me gustaba verla así. Me decidí a abrir. Al verla solo la abracé y le pedí que me llevase a casa. Camino a casa
ella manejaba con una cara de terrible susto. En todo el camino solo atinó a
preguntarme una vez “¿qué ha pasado, Erika?”. Sólo respondí con más llanto, no
sabía qué decir. Sentía que había fregado todo.
Llegando a casa corrí hacia mi cuarto. Después de estar unos minutos
sola mamá entró a mi encuentro. Me preguntó nuevamente qué había pasado. Esta
vez sí le conté. Mis ojos estaban tan hinchados que ya no podía seguir
llorando. Le conté todo a mamá: los gritos constantes, las exigencias de Miss
Nina, mis deseos de no participar en la competencia. No me gustaba la idea: sentía
que quería seguir practicando ballet, pero sin tantas exigencias. Le conté
también que me sentía sola, que iban semanas que no podía comer, que toda la
comida se la regalaba a Mota, mi pequeña perrita, que el dejar de llorar ya no
era una opción para mí y me sentía horrible al pensar que ella sufriera por
ello, que hubiese deseado ser mejor hija y no darle estos disgustos.
Mi madre me abrazó fuerte y me pidió perdón por lo alejada que había
estado de mí. Me dijo que visitaríamos a una psicóloga. De inmediato le dije que
no, que eso es para locos no más. Ella me explicó que lo que me estaba pasando necesitaba
ayuda profesional, que si iba una primera vez y no me gustaba no volveríamos.
No estaba muy convencida pero acepté porque me dio pena la desesperación que
mostraba mamá, aparte no había podido manejarlo sola. Cuando visité a Rocío, mi
psicóloga, después de mucho tiempo me sentí comprendida. Me explicó que tenía
depresión, que esta era provocada por muchas cosas, pero que, por lo que le
había contado, estaría relacionado a las exigencias de Miss Nina, su mal trato
y mi deseo de complacer a mi entorno. También me explicó que mucha gente pasa
por lo mismo, que la depresión es una enfermedad como cualquier otra, que no se
está loco por pasar por ello. Me comencé a tratar, también llevé atención
psiquiátrica. No era malo como lo había pensado. He cambiado varias cosas en mi
vida: comencé a comunicarme más con mi mamá, le empecé a expresar cuanta falta
me hacían mi papá y mi hermano. A pesar de que mi papá sigue viajando, ya me
llama más y pasa más tiempo conmigo cuando está por aquí.
Pensé que el mal trato era normal, que sentirme sola y sin apoyo también
lo eran, que desvalorizarme y buscar complacer a los demás era algo que yo
debía hacer. Al ir a atenderme a la psicóloga y psiquiatra me di cuenta que las
cosas pueden ser mejor, que puedo mejorar.
Erika
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